Falsa Pena (cuento propio)

Había estudiado sus rutinas, sus actividades diarias o aquellas a las cuales destinaba mayor atención. Ahí se encontraba, en la puerta del cementerio, pleno atardecer de invierno. El cuello de la campera ocultaba parte de su rostro rojo de cólera. Tras una larga espera había llegado el día de su venganza. Vio pasar por la puerta del cementerio a quien sin piedad alguna había masacrado a sus familiares más cercanos tiempo atrás. La ira que contenía llevaba su sentido común a los límites de un pronunciado desfiladero imaginario.
Como todos los domingos, aquel vil ser visitaba la tumba de su propio padre (rutina que había podido presenciar desde la parte de atrás de un panteón aledaño), depositaba flores baratas en una tumba demacrada por el tiempo y el descuido, murmuraba palabras enigmáticas ajenas al oído de quien esperaba la ocasión para dar la estocada fatal, y luego se retiraba
Esta vez la rutina sufriría una abrupta interrupción. Siguió sus pasos buscando pasar inadvertido. Al verlo frente a los restos de su progenitor se encaminó hacia él y sin que este pudiese reaccionar, le propinó un fuerte golpe en la nuca, tomó el cuello de su camisa y comenzó a golpearle el rostro, lo que provocó que tras un breve período este se encontrase deshecho.
Era el momento, la ansiada venganza podría consumarse. El hombre, maltrecho, yacía al pie de la lápida, mientras que el salvaje agresor lo embestía con su macilento puño, sin demostrar vestigio alguno de cordura. El ambiente lúgubre, compuesto en su mayoría por panteones y criptas, resaltaba a un mas el frenesí de sus acciones y su proceder.
Puso la navaja sobre su cuello, y aquel infeliz, en tono servil, rogó por su libertad, la cual en ese momento parecía la mayor de las utopías ya que sabía muy bien quien era su atacante y el porqué de dicho atentado, pero aun así intentaba llegar a la inexpugnable cordura de quien estaba decidido a matarlo.
Haciendo caso omiso a todo cuanto balbuceaba aquel que tantas noches los mantuvo en vilo, presionó aun más la punta del cuchillo y una aletargada sonrisa se hizo presente, aquella que había sido postergada tanto tiempo.
En ese instante, como si se tratase de una herejía ruin, el pudor retornó. Vio en los ojos de su víctima, ahora pequeños debido a los hematomas producidos por los golpes, su propio reflejo. Se vio sonriendo, excitado por el poder que le otorgaba el arma que empuñaba, pero no se vio superior. El casual espejo no reflejaba supremacía, sino inferioridad. El agresor y la victima eran uno, ambos eran asesinos, o por lo menos uno de ellos lo era. La única diferencia entre el uno y el otro era el motivo por el cual justificaban el uso de la violencia. Sintió una repentina vergüenza, una sensación de incomodidad con la situación: sintió miedo de matar.
Soltó el cuello de la camisa, la cual lucía manchones de sangre resultado de las injurias sufridas, y dejo caer al asesino de su familia. Miró sus manos, ensangrentadas y heridas producto de los golpes, y la premura de sus actos generó en él un sentimiento hasta ese momento desconocido. Se vio frente a la tumba del padre del ser humano al cual aborrecía por sobre cualquier otra persona, y el odio desapareció para dar paso a una peculiar pena, una pena falsa pero presente que penetraba en lo más recóndito de su ser. Dio la vuelta, y repitiendo la escena de lo ocurrido en su mente, abandonó el cementerio.